Todos nuestros acontecimientos están determinados por la suerte.
Imaginemos que en pocos días llegan a un cierto territorio deshabitado, 500 familias.
El motivo de esta inmigración es que comenzarán los trabajos de construcción de una fábrica o una represa hidroeléctrica o un puente.
Ocurrirá que otras personas, ajenas a las obras que se realizarán, también llegarán al nuevo poblado para vender mercancías y servicios (comestibles, ropa, reparaciones).
En estos casos, es probable que una mayoría intente ganar dinero haciendo las tareas más rentables (que generen más ganancias con menos inversión de trabajo y capital).
Llegará un momento en que las modalidades laborales más convenientes, dejarán de serlo porque demasiadas personas se dedican a lo mismo.
Este fenómeno (saturación de la oferta), obligará a muchos comerciantes a cambiar de rubro o a irse del lugar.
Quienes harán varios intentos diferentes, comenzarán vendiendo verduras, luego carne, luego ropa, luego zapatos, hasta que encuentren el negocio más conveniente.
En poco tiempo podremos observar que algunos comerciantes serán más prósperos que otros: o porque eligieron la tarea más enriquecedora o porque supieron administrarla mejor.
Simplificando aún más: en pocos meses ya tendremos ricos y pobres.
Quienes creen en el libre albedrío suponen que cada uno hace y obtiene lo que quiere. Quienes creemos en el determinismo, suponemos que cada acontecimiento es el resultado de un conjunto variado de «suertes» (aciertos, casualidades, coincidencias). Por ejemplo:
— Llegar primero que otros, favorece contar con más opciones.
— Conocer la oportunidad, estar en condiciones de mudarse, contar con los recursos suficientes, depende en última instancia de la suerte de algunos y simultáneamente del infortunio de otros;
— Elegir la mejor opción es casual aunque los creyentes en el libre albedrío insistan en que los afortunados hicieron lo posible para ganar y que los desafortunados no hicieron lo posible para ganar.
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