domingo, 2 de octubre de 2011

Los humanos creemos saber más que la naturaleza

El pensamiento delirante que caracteriza inclusive a personas muy prestigiosas de nuestra especie, es el que nos hace pensar que los humanos deberíamos participar en un reparto más equitativo de riquezas naturales y económicas.

Dicen que el cosmos es más antiguo que el ser humano y yo lo creo.

También dicen que la naturaleza contiene al ser humano, que el ser humano no contiene a la naturaleza y yo lo creo.

Nuestro cerebro puede comprender y hasta aceptar que la naturaleza es más antigua y más grande que nuestra especie, pero nuestro cerebro también puede hacer otro recorrido para terminar concluyendo que todo los hizo Dios y que Dios nos tiene a los humanos como sus creaturas preferidas.

Esta última idea es la que nos permite suponer que si no somos los más antiguos ni los más grandes, al menos somos los más importantes.

Razonando de esta forma, personas muy respetables por su sabiduría, linaje y honorabilidad, realmente nos hacen dudar sobre quiénes somos (los humanos) en realidad.

Si pudiéramos apegarnos a una percepción fríamente objetiva, tendríamos que aceptar que no existe ningún ser superior y que Dios es una figura mitológica que nos alegra la existencia.

Alejados de este ser superior, terminamos pensando que todos los seres vivos nacen con diferencias vitales (fortaleza, longevidad, inteligencia) y por lo tanto el reparto injusto de la riqueza tiene un origen anterior, esto es, el reparto injusto de condiciones biológicas (cuerpo más o menos perfecto).

Las molestias provocadas por la distribución de la riqueza material surgen porque los humanos pretendemos perfeccionar nada menos que la naturaleza que nos incluye, nos contiene y nos determina.

En suma: Es nuestra desproporcionada arrogancia la que nos hace pensar que deberíamos recibir de la naturaleza y de la sociedad, similares cantidades de recursos.

Artículo vinculado:

Lo que la naturaleza no da, nadie lo presta

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Las órdenes de las leyes naturales

Los humanos no escapamos al orden natural que determina todo lo que ocurre, aunque nos creemos protagonistas, responsables, causantes, autores.

Este tema tiene miles de excepciones, casos, posibilidades: No por eso queda prohibido hacer alguna mención en 300 palabras.

Si fuera cierto que las hembras humanas convocan a los machos como cualquier otro mamífero en celo, es posible que lo haga con una cierta variante respecto a las otras mamíferas (felinas, equinas, caninas).

«Las animales» no humanas excitan a los machos mediante un olor específico (feromonas) (1), quienes concurren a disputarse la copulación: el ganador es premiado con ese trofeo.

Por su parte, «las animales» humanas se diferencian de las no humanas en que están en celo todo el año, eligen directa e intuitivamente a los varones mejor provistos genéticamente y sin que estos necesiten tomarse a golpes.

Sin embargo, la condición menos humana de nuestra especie hace que a veces sí haya competencias, enfrentamientos, luchas.

En las clases sociales menos educadas, es probable que algunos jóvenes tengan luchas que no excluyen la ultimación mortífera porque otro varón «miró» de cierta manera a su novia.

En términos más generales, ellas seleccionan, eligen, determinan y luego seducen mediante técnicas sutiles al varón preferido. Todos los demás quedan fuera de su campo visual (es decir: ni los miran).

Claro que el afán de protagonismo de ellos los inducirá a creer que fueron los habilidosos conquistadores. Les costará admitir que fueron condiciones orgánicas propias —constituidas en el momento en que fueron gestados por sus padres—, las que determinaron que fueran elegidos.

Pensarán que el éxito fue logrado porque aprendieron a bailar, usan ropa vistosa, se peinan con elegancia, son inteligentes.

Ellas también pensarán que son lindas, inteligentes, glamorosas.

Sin embargo, estos futuros padres sólo obedecen órdenes de la naturaleza.

(1) «A éste lo quiero para mí»
«Soy celosa con quien estoy en celo»

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La naturaleza «decide» todo

Al tomar conciencia de qué hará la naturaleza con nosotros, creemos equivocadamente que en realidad tomamos una decisión libre y responsable.

Cuando reflexionamos solemos desembocar en una de las grandes interrogantes del ser humano: ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?

Esta pregunta puede parecer trivial porque es muy popular. A su fuente inspiradora tenemos acceso casi todos y nadie deja de entenderla.

Quienes creemos en el determinismo, estamos casi seguros de que somos agentes pasivos de la naturaleza, es decir, que tenemos el mismo grado de decisión que tiene cualquier animal, o el polen cuando vuela para fecundar cualquier flor de su especie, o la misma decisión que tienen los espermatozoides cuando entran al cuerpo femenino nadando frenéticamente, para llegar al óvulo maduro y gestar un nuevo ejemplar de la especie.

En esos mililitros de semen que salen del varón, viajan millones de espermatozoides que morirán irremediablemente.

Si caemos en la equivocación de suponer que la naturaleza «piensa», «evalúa», «juzga» y «decide» como lo hacemos los humanos a lo largo de la vida (1), será difícil entenderla.

La naturaleza no es un ser humano más grande; es en contexto, un existente (algo que existe), y que observada por una parte de ella (los humanos), tiene una lógica, las cosas ocurren siguiendo ciertas «reglas naturales».

La pregunta sobre si es primero el huevo o la gallina intenta sugerir que los humanos somos actuados por la naturaleza pero creemos que somos nosotros quienes tomamos decisiones.

Con esa pregunta «avícola», al menos demostramos cautela, prudencia y nos podemos interrogar más específicamente: ¿Qué es primero, la imposición de la naturaleza sobre nuestra conducta o la toma de conciencia sobre qué haremos?

Parece claro que primero sentimos que nuestro cuerpo se bañará, comerá, bailará y casi enseguida «tomamos la decisión» de bañarnos, comer, bailar.

(1) La naturaleza es una monarquía absolutista

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La verdad como presidio

Como en un espectáculo de ilusionismo, «vemos» que para ser presidiario es necesario estar dentro de una cárcel de donde (otros) no nos dejen salir.

Tengo la receta mágica para que los presidiarios no se fuguen de las cárceles y la comentaré ahora.

Para que eso ocurra el presidiario tiene que estar mejor dentro de la cárcel que afuera.

El método es tan infalible que si los carceleros le pidieran que se fuera, lo tomaran de un brazo y lo pusieran «de patitas en la calle» o los expulsaran a empujones, el presidiario podría construir un túnel que desemboque en su celda.

Los más escépticos enarcarán una ceja y dirán socarrones: «¡Ja!, vaya descubrimiento. Si lo instalan en una suite presidencial de un hotel cinco estrellas, tampoco querría irse».

¡Error! No es eso lo que más desea el señor presidiario, no es eso lo que a cualquier ser humano como él y como nosotros, más nos complace.

No caigamos en la trampa de la obviedad y el sentido común.

Si algo se presenta como muy evidente, desconfiemos porque hay gato encerrado (sin olvidar que debajo de la piedra está el cangrejo).

Para tratar de justificar mi paradójico descubrimiento que parece plagado de ingenuidad, déjeme comentarle que todos nosotros somos altamente resistentes a los cambios, que cuando creemos estar seguros de algo, tendrán que dinamitarnos el cráneo para que admitamos poner en duda nuestras creencias. Nuestras cabezas piensan: «Si haciendo esto estoy vivo y no me duele nada, cambiarlo equivale a sufrir y fallecer».

En suma: para nosotros nuestras verdades son convenientes, necesarias e imprescindibles y es por eso que estamos encerrados dentro de nuestras creencias como el presidiario lo está en su celda y hasta haríamos un túnel para volver a nuestras convicciones si alguien lograra alejarnos de ellas.

Nota: la imagen pertenece a la película El silencio de los inocentes, donde el personaje Hannibal Lecter debe ser recluido bajo medidas de seguridad extremas... como quedamos cuando estamos muy seguros de algo.

Artículo vinculado:

Las categorías como presidio

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