martes, 7 de junio de 2011

Los autómatas irresponsables

Hace milenios que somos felices administrando una justicia que se inspira en odio, venganza y castigo en vez de comprensión, inteligencia y prevención.

Parto de la base de que no somos libres de actuar como queremos sino que estamos determinados por una enorme cantidad de factores que, actuando todos juntos, nos llevan a ser abogados, alcohólicos, genios del humor, homicidas, madres, artistas, empresarios.

Varias razones prácticas han hecho de la responsabilidad una ilusión creída por la mayoría, en base a la cual nos sentimos animados a juzgar, condenar y castigar a los conciudadanos que por algún motivo nos perjudican.

El determinismo por ahora debilitaría la agresividad de la justicia cuando esta no es otra cosa que un violento deseo de venganza que se presenta bajo las formalidades de serias instituciones que le aportan al salvajismo un decorado de racionalidad, moderación y humanitarismo.

Sin embargo, es posible comprender y sancionar para evitar que un desempeño antisocial vuelva a repetirse.

En otras palabras, si un ciudadano comete un delito como es robar un banco atendiendo a su afán de lucro (enriquecerse en poco tiempo), la justicia inspirada por el determinismo no considera que ese asaltante sea alguien que merece ser castigado, odiado, hostigado.

Por el contrario, la idea es entender que esa persona hizo un negocio suponiendo que las condiciones del mercado eran favorables para realizar tal transacción y salir ganancioso.

La sociedad, inspirada por el determinismo, en vez de vengarse de este ciudadano, lo que tendrá que hacer es modificar las condiciones que hacían beneficioso este tipo de prácticas.

Lo mismo ocurre con otras debilidades del colectivo que favorecen torpemente que algunos ciudadanos, bajo el gobierno de su incontrolable carácter (1), terminan perjudicándonos.

Usted y yo no somos culpables sino autómatas eventualmente perjudiciales cuando la organización social ofrece puntos vulnerables.

(1) El carácter
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La autocuración existe y es impopular

La autocuración existe pero no es rentable para las poderosas industrias de la salud y —peor aún—, nos debilita la deliciosa creencia en que podemos controlar la vida y la muerte.

Seguramente alguna vez utilizó varios métodos simultáneos para resolver un problema de salud.

El resfrío común, la gripe o la tos, nos inducen a poner en práctica las recetas de la abuela, de mamá, del jefe, de la compañerita más sexy, del compañero al que resulta más fácil decirle a todo que sí y del ocasional vecino de asiento en el colectivo porque, histérico al imaginarse invadido por millones de virus que lo sacarán de circulación por una semana, no sabe dónde meterse cada vez que usted estornuda, tose o se limpia la nariz ruidosamente.

Al final de esos siete o diez días de inflamación, decaimiento, que todo nos molesta, vuelve la salud. Casi la misma que teníamos antes de comenzar con los malestares.

El balance general nos termina confirmando que no sabemos qué fue lo que nos curó.

Existe una hipótesis muy probable pero que en general es descartada de plano. Según esta si no hubiéramos hecho nada nos habríamos curado en el mismo plazo y quizá también algunos días antes.

Hay dos poderosas razones para que no podamos imaginar que la autocuración existe.

1º) La industria farmacéutica, que integra el grupo de las tres más poderosas económicamente (las otras dos son la industria petrolera y la fabricación de armas).

2º) Sólo unas pocas tribus en vías de extinción confían en el poder casi mágico de nuestro sistema inmunógeno, capaz de curar desde un resfrío a un cáncer.

La necesidad de imaginarnos capaces de controlar nuestra vida (libre albedrío) nos condena a realizar miles de maniobras que entorpecen la solución que ya existe: la autocuración natural.

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El carácter

El carácter es el resultado de varias fuerzas que nos gobiernan desde adentro (inconsciente) y desde afuera (cosmos, sociedad, cultura). Por esos «somos como somos».

El inconsciente es un yacimiento energético que nos gobierna, junto con los factores externos y los biológicos que nos toquen en suerte.

En el inconsciente laten los instintos de nuestra especie y que la cultura no tolera, los deseos reprimidos aunque jamás anulados, las preferencias más profundas.

Esos componentes son semejantes entre los distintos individuos, pero no iguales en fuerza, importancia, insistencia.

El carácter está determinado por la combinación personal de esas fuerzas inconsciente que nos gobiernan.

Todos tenemos alguna idea de cómo es nuestro carácter, pero lo que conocemos de él es la parte superficial, las manifestaciones evidentes, pero no su integración.

Sabemos que tenemos paciencia, que somos rencorosos, vengativos, que por las buenas entregamos todo, que preferimos rendir los exámenes usando siempre el mismo corpiño, que Dios nos protege en forma personalizada, que hemos encontrado el verdadero sentido a la vida propia, que nos irrita tener que pedir las cosas dos veces y miles de etcéteras más.

Pero por qué y cómo ocurren estas reacciones que nos caracterizan sólo cuenta con respuestas conjeturales, por aproximación, hipotéticas.

Parecería que el carácter está bastante condicionado por cómo nos va en tres etapas de nuestra vida placentera.

Comenzamos gozando de la vida comiendo y bebiendo (placer oral), luego éste placer cede algo de terreno al placer anal, de retener y evacuar nuestras heces y finalmente, algo de placer se instala en nuestros órganos genitales.

Los adultos gozamos comiendo, defecando o fornicando literalmente, pero sobre todo gozamos con actividades afines, simbólicas, representantes de esas actividades. Por ejemplo, comemos con los ojos (miramos), o retenemos dinero (ahorramos), o producimos (nos reproducimos con la actividad genital).

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Hombre, madre o nada

Nunca lo vi escrito con tanta contundencia, por eso lo escribo: los humanos nos creemos que un adulto, como mínimo tiene que ser hombre o madre, de lo contrario está incompleto, fallado, castrado.

La naturaleza se encarga de todo: los seres vivos funcionan automáticamente logrando que se conserve cada individuo, induciéndolos a que se reproduzcan y logrando así que también se conserven las especies.

No sabemos qué ocurre con las demás, pero en la nuestra tenemos algo que llamamos «pensamiento» al que por ahora le da por suponer que vive gracias a que hace o deja de hacer ciertas cosas.

Una prueba rotunda de esta afirmación es que, según cada uno cree, puede matarse cuando quiere. Por lo tanto, el suicidio es un fenómeno terrible pero que también viene a confirmar el libre albedrío.

El razonamiento en este sentido es: si yo puedo interrumpir mi existencia cuando se me antoja, no necesito más pruebas para creer que el resto de mi existencia y actitud reproductiva, también son gobernados por mí mismo.

Claro que descarta alegremente la hipótesis de que no se mata cuando quiere sino que lo que llamamos suicidio es en realidad el desenlace inevitable de una enfermedad terminal mal diagnosticada.

Vivimos en mundos paralelos. En uno de ellos acontece todo lo real, lo mismo que le ocurre a un insecto, a un pez, a un mamífero, con las características que son propias de cada especie. En otro de esos mundos nuestra mente cree que está haciendo, decidiendo, impidiendo, resolviendo, transformando, con la convicción de que esa es la verdadera realidad, inclusive con una validez superior al de los fenómenos tangibles y objetivamente observables.

En este mundo paralelo, imaginario, fantaseado, ideal, imaginado, es donde creemos y actuamos pensando que un ser humano es completo si es hombre o madre.

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Las pérdidas de energía por orgullo

Somos pobres porque nuestro esfuerzo rinde poco pues no aceptamos que somos esclavos (de las necesidades y los deseos).

Dos de las definiciones de la palabra «esclavitud» que nos informa el Diccionario de la Real Academia, dicen:

2. f. Sujeción rigurosa y fuerte a las pasiones y afectos del alma.
3. f. Sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación.

La palabra «sujeción» nos permite visualizar una atadura, ligazón, vínculo y cuando se agregan las palabras «rigurosa» y «excesiva», tenemos que pensar en la imposibilidad material de apartarnos de esa conexión.

Detrás de ambas definiciones están presentes algo tan incontrolable como las necesidades y los deseos.

Tenemos acá nada menos que los motivos casi exclusivos de por qué no somos libres, de por qué el libre albedrío es una ilusión popular y de por qué nos cuesta tanto asumir que estamos firmemente determinados, obligados, prisioneros de coacciones que no responden a nuestro control.

Es cierto que somos «esclavos» de nuestras necesidades: comer, descansar, abrigarnos, beber, reproducirnos.

También es cierto que somos «esclavos» de nuestros deseos: satisfacer la curiosidad estudiando, viajando, experimentando; sentir los placeres que nos brinda el erotismo no reproductivo; gratificarnos con las expresiones artísticas.

Lo que evoca nuestra mente estimulada por la palabra «esclavitud» es lo económico, eso que comenzó hace milenios para abusar de los prisioneros de guerra y que luego continuó con el tráfico de personas.

Siempre la evaluamos negativamente y de esa manera decimos rechazarla con mucho énfasis, determinación, convicción, ... sólo para negar que realmente somos esclavos de nuestras necesidades, deseos y de quienes compran nuestra producción o fuerza de trabajo.

Este torpe autoengaño nos roba energía, nos desmoraliza, nos quita eficacia. Aceptar humildemente que somos esclavos, aumentaría el rendimiento de nuestro esfuerzo.

Nota: La imagen corresponde al óleo de Jean-Léon Gérôme titulado El mercado de esclavos y es del año 1884.

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