viernes, 1 de junio de 2012

El dinero y la anatomía genital



La anatomía genital de varones y mujeres, hace que ellos sean más conservadores del dinero y que ellas lo gasten más libremente.

En un artículo ya publicado, (1) dije:

« Hombres y mujeres pensamos el dinero de forma diferente».

Para justificar esta aseveración quiero retomar algo que les adelanté en ese mismo artículo (1) en cuanto a que:

« Parto de la suposición de que el cuerpo es el máximo determinante de cómo somos porque funciona como la antena que recibe las señales de la naturaleza, la que, en definitiva, determina todos y cada uno de nuestros acontecimientos, sensaciones, vivencias.»

Tomando como dato fundamental que la única misión que tenemos los seres vivos es conservarnos individualmente y como especie (2), entonces los órganos genitales son especialmente valorados. Tanto en hombres como en mujeres.

Sin embargo, el pene parece más expuesto que la vagina por el simple hecho de que sobresale y el temor de que sea cortado puede constituirse (y de hecho así sucede) en miedo a la castración.

El dinero es un instrumento que se asocia con el pene apelando a su poder productor (reproductor) de bienes, industrias, comercio, transformaciones, negocios, cambios.

Por lo tanto, si aceptamos que el dinero puede simbolizar (representar) lo que produce, entonces también puede simbolizar y representar a lo que reproduce.

Estas consideraciones, que difícilmente están alojadas en la conciencia colectiva y que apenas suele estar en los conocimientos de quienes estudiamos el psicoanálisis, nos permiten proponer como hipótesis que los varones podrían ser más conservadores del dinero que las mujeres, porque ellos sienten que el dinero tiene un valor fálico que debe ser protegido pues ese órgano es imprescindible en la única misión: reproducirnos.

Por su parte las mujeres, que no tienen ese temor, se permiten gastar el dinero con mayor libertad, desprendimiento, indiferencia.

   
Otras menciones del concepto «dinero y pene»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.553)

Que nos amen, es cuestión de suerte



Necesitamos el amor tanto como el aire pero que nos amen es cuestión de suerte.

¡Qué difícil es saber cuánto valemos! ... y no es para menos: la información que recibimos de los demás (familiares, amigos, maestros, compañeros de estudio) no podría ser más contradictoria, subjetiva, cambiante.

Como si esto fuera poco, nuestro cerebro procesa con mayor ineficiencia los datos que nos conciernen aunque demuestre genialidad con los temas que le son indiferentes.

Si bien nunca sabemos a quién creerle, nuestro cerebro está muy condicionado para creerle a quien nos ratifique y a no creerle a quien nos contradiga.

Cuando nuestra cabeza se caracteriza por su terquedad, es casi imposible que podamos oír opiniones opuestas a las que tenemos.

Estas peripecias mentales y afectivas, podrían ser inútiles si en los hechos ninguna opinión (favorable o desfavorable) fuera digna de crédito; si todas estuvieran equivocadas.

No tenemos datos suficientes para descartar el siguiente punto de vista:

1º) Todos los seres humanos necesitamos ser amados, tanto como aire para poder respirar;

2º) Una mayoría piensa que el fenómeno mágico de ser amados está bajo nuestro control; piensa que si nos proponemos podemos provocar el amor hacia nosotros de cualquier persona;

3º) Una mayoría piensa que cuando alguien deja de querernos es por nuestra culpa y responsabilidad.

Tampoco tenemos datos suficientes para descartar este otro punto de vista:

1º) (Que necesitamos ser amados, no está en duda);

2º) Ser queridos o no queridos es una cuestión de suerte pues no elegimos a nuestros familiares y muchas veces nos rodea gente que ni elegimos ni podemos ignorar (vecinos, compañeros de estudio, jefes);

3º) La suerte es determinante en que dejen de querernos y es imposible influir por mucho tiempo sobre el amor que inspiramos.

En suma: que nos amen es solo cuestión de suerte.

(Este es el Artículo Nº 1.574)

Por qué se pierden las mejores oportunidades



Perdemos buenas oportunidades porque le tememos a nuestro propio deseo debido a que no nos explican cómo respetar la prohibición del incesto.

«Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía», dice un proverbio muy difundido.

Esta «sabiduría popular» señala lo que me animaría a llamar «paranoia saludable», «sana desconfianza», «ingenuidad bajo control».

No está de más recordar que somos tan dependientes de ser amados porque somos la especie que más demora en desarrollarse. Es bastante normal que demoremos alrededor de 20 años en reproducirnos, mientras que otros mamíferos tan solo necesitan algunos meses.

Es por esta lentitud en el desarrollo y por esta prematuridad (vulnerabilidad) que nos caracteriza, que somos y tenemos que ser muy dependientes del amor que podamos inspirar en otros más fuertes, que nos protejan, ayuden, mimen.

Todo esto ocurre en el plano más profundo de nuestra existencia, es decir, en esas características más animales de nuestro ser.

Sin embargo, nuestra distribución del «amor» está reglamentada por la cultura de cada pueblo. Es la cultura la que determina cómo nos organizamos, qué hacemos para formar una familia, qué conocimientos mínimos debe aprender cada nuevo niño que nace.

La norma más trascendente de nuestras culturas es la prohibición del incesto. Mediante esta norma se hace la administración colectiva de nuestra necesidad de ser amados, incluidos en la sociedad, protegidos.

Cada niño debe renunciar a su natural, espontáneo e intenso deseo de formar una familia con su mamá, pero sin que nadie le enseñe qué hacer con ese deseo reprimido.

Por esto es que casi todos tememos que nuestro deseo (cualquiera de ellos, pero sobre todo los más intensos) nos lleve a transgredir la prohibición, y también por esto nos volvemos desconfiados (como el santo ante la gran limosna), especialmente de las mejores y más atractivas oportunidades.

Otras menciones del concepto «incesto»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.556)

Las crisis vitales y la sabiduría



Aprendemos a vivir sabiamente en seis o siete décadas, excepto que una crisis nos enfrente a la muerte.

«Todos los días se aprende algo», dice el refrán y ahora lo complemento diciendo: «...y algunos días se aprende más que otros».

Siempre debemos tener en cuenta que la velocidad con la que incorporamos los nuevos conocimientos es mucho menor a la que desearíamos.

Es probable que la ansiedad tenga como su principal origen la diferencia que existe entre lo que deseamos y lo que realmente ocurre.

Algunos hacen bromas con esto y dicen: «Esto lo quiero para ayer».

Por ejemplo, cuando nos cortamos el cabello, tenemos que esperar muchos días para recuperarlo. Algo similar ocurre con las uñas, pero no así con la barba: todos los días tenemos que cumplir con ese rito aburridor. Las mujeres protestan por el mismo rito pero referido a la depilación de su vellosidad excedentaria.

Para encontrar la filosofía más sabia, algunas personas hacen retiros espirituales muy costosos, complicados y hasta extravagantes.

La columna vertebral de esas filosofías más sabias está en determinar con la mayor precisión posible, cuánto importan, qué valor real tienen, cuánto deberían preocuparnos algunos asuntos cotidianos: leer el libro de moda, no olvidarnos del cumpleaños de la señora madre de nuestro cónyuge, cómo resolver los horarios de los martes para poder ver la telenovela de la hora 19:00.

Determinar el valor real de esos miles de detalles que colman nuestra existencia puede llevarnos aproximadamente unos sesenta años. A veces setenta. Y todo porque nuestra velocidad de aprendizaje, dependiente de nuestra velocidad de comprensión, es exasperantemente lenta. ¡Lentísima!

Desafortunadamente, algunas personas aprenden a valorar con sabiduría cuando tienen que pasar por un trance en el que sientan la proximidad de su propia muerte.

Al salir de la crisis, tendrán la sabiduría milagrosamente instalada.

(Este es el Artículo Nº 1.590)

Padres que empobrecen a sus hijos



Algunos padres provocan la pobreza de sus hijos discapacitándolos para ser egoístas, arriesgados y libres de una gratitud ilimitada.

Me resulta increíble que los humanos podamos tomar decisiones genuinas. Más bien creo que somos gobernados íntegramente por la naturaleza pero que nuestras mentes generan la opinión de que todo eso que «hacemos» también lo decidimos libremente.

Lo real es que estamos 100% determinados por la naturaleza, que no somos responsables de nada, sin perjuicio de lo cual, cuando cualquier ser vivo (incluyéndonos) cumple con error las leyes naturales, es corregido con prontitud (por la misma naturaleza), mediante accidentes, enfermedades, dolor.

Por ejemplo, quien corre a más velocidad de lo que las leyes de la física admiten, no pasará mucho tiempo sin que se estrelle contra algún objeto rígido, con las consecuencias (¿sanciones?) imaginables.

En suma: no somos libres, no tomamos ninguna decisión, no somos responsables de nada, pero nuestro cuerpo se expone a grandes pérdidas (de la vida, inclusive) cuando no cumple las Leyes Naturales.

Es con la idea hasta aquí descrita que les comento un procedimiento para que los seres humanos tengan pocos recursos materiales (pobreza).

Los humanos estamos impulsados a tener hijos (para conservar la especie), pero algunos están poseídos por una segunda intención: lograr que esos hijos los adopten cuando sean ancianos, que los lleven a vivir a sus hogares, que los cuiden, protejan, ayuden y mimen durante los últimos años de su existencia.

Para satisfacer esta estrategia (generalmente no explicitada ni reconocida por los mismos padres), tienen que educarlos en la generosidad, cuidar que no se lastimen (sobreprotegerlos) y adoctrinarlos para que sean eternamente agradecidos (de los cuidados paternos).

Los hijos criados con esta estrategia terminarán siendo pobres

— por falta de egoísmo saludable;
— por aversión (miedo) a los riesgos;
— por el sobreendeudamiento que provoca tanta gratitud.