La policía supone que si podemos
enfermarnos inmerecidamente, ellos también pueden maltratarnos y luego pedirnos
disculpas.
Cuando
alguien contrae una enfermedad también contrae una cantidad de problemas,
especialmente emocionales, psicológicos y hasta espirituales.
Como nadie
gobierna su vida porque estamos rigurosamente determinados por las leyes
naturales y el azar, el debilitamiento propio de la enfermedad incluye el
debilitamiento de la soberbia que tenemos cuando creemos en el libre albedrío.
Hasta el
ateo más firme, seguramente se aferre a suponer que existe algún ser superior
que podría salvarlo.
Cuando nos
sentimos sanos y fuertes, nuestro cerebro segrega las ideas mágicas propias de
la cultura de cada uno: un indígena piensa en dioses y maleficios, mientras que
una persona civilizada piensa en la omnipotencia de la ciencia y en la veleidad
de sus administradores, que pondrán o no buena voluntad en hacer todo lo
posible si se les pide ayuda.
Cuando nos
sentimos enfermos y débiles, nuestro cerebro segrega las ideas propias de los
niños de la cultura de cada uno. Por eso todos terminamos en las ideas más primitivas,
las del indígena. En la desesperación apelaremos a la ciencia pero también a la
hechicería... «porque total, si no te hace bien, mal no te va a hacer».
Este
errático movimiento de nuestro cerebro, según estemos sanos o enfermos, seamos
modernos o primitivos, se observa también cuando son otros seres humanos los
que nos inducen una situación muy similar a la enfermedad.
Aunque
pensamos menos en problemas policiales que en quebrantos de salud, nadie está
exento de padecerlos.
Andar por
la calle, vivir con otras personas, conducir un vehículo, son las condiciones
necesarias y suficientes para tener algún problema con la policía.
Notaremos
entonces que ellos se toman el derecho de ser como una enfermedad, que nos
afecta mereciéndola o no.
(Este es el
Artículo Nº 1.631)
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