La creencia casi universal en el libre albedrío, produce (supuestos) culpables e impide democratizar la riqueza.
En mi búsqueda de las causas de la pobreza patológica (definida como aquella pobreza material que no es elegida deliberadamente por quien la padece sino que le es impuestas por las circunstancias que el «pobre» desearía evitar), parto de la premisa de que todo lo que se ha hecho hasta ahora ha sido inútil, sin descartar que pudo haber sido contraproducente.
No han dado resultado las teorías económicas, las teorías filosóficas, la sociología, los regímenes capitalistas o comunistas, las democracias, las dictaduras. En todos ellos han habido pobres y ricos, siempre hubo un desigual reparto de los bienes colectivos.
Es probable que hayan contribuido a conservar el injusto reparto la creencia en Dios, en la vida después de la muerte, en la glorificación ética de la pobreza. También son contraproducentes el odio a los ricos y el desprecio de los pobres.
En ambos párrafos precedentes, tan sólo describo algunas ideas a modo de ejemplo.
Un factor que me parece nefasto para la injusta distribución de la riqueza tiene que ver con la idea del libre albedrío.
Suponer que somos responsables de lo que hacemos y nos ocurre, termina dándole más fuerza a los fuertes y menos poder a los débiles, porque fácilmente podemos asegurar y repetir hasta convertirlo en verdad, que «los pobres son pobres porque quieren, porque son vagos e irresponsables», mientras que los ricos tienen bienestar porque «son trabajadores, inteligentes y responsables».
Con el determinismo nos quedamos sin culpables y sin víctimas para poder encontrar formas de que la suerte nos llegue a todos de forma similar y con ella, la riqueza que se le asocia.
Tenemos un mal reparto de la suerte (oportunidades) porque sólo buscamos (y encontramos) culpables y víctimas.
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