Mi querida abuela, que tan bellos y oportunos regalos me hiciera, propalaba eslóganes como una agencia publicitaria.
Una de esas sentencias pedagógicas decía: «La memoria es necesaria para hervir la leche y para mentir».
Sabido es por quienes han vivido en zonas rurales, que la leche debe ser hervida para evitar el contagio de alguna enfermedad que padezca el animal ordeñado.
Este procedimiento demanda una especial atención porque el referido líquido se derrama en cuanto empieza a hervir. Por eso, mi abuela decía que es preciso tener memoria: para recordar que la leche está en el fuego.
En cuanto a la memoria para mentir, necesitamos menos explicaciones.
Si contamos la historia verdadera, sólo tenemos que recordar los hechos, pero si le agregamos datos falsos, tenemos que recordar la novela que inventamos para repetirla sin contradecir el original.
No soporto mentir, pero no porque me parezca mal hacerlo, sino simplemente porque me da demasiado trabajo recordar la historia inventada.
Tampoco me parece mal que la gente mienta, entre otros motivos porque estoy convencido de que no podría dejar de hacerlo.
Los pocos que no creemos en el libre albedrío, difícilmente tomamos a mal que alguien mienta, porque este hábito responde a una debilidad constitutiva del embustero.
Las causas principales de la mentira, son:
— miedo a mostrar características personales impresentables;
— miedo a que la información sea usada para juzgar, atacar, perjudicar;
— miedo a la indiscreción del destinatario (falta de reserva, publicación no autorizada);
— intención de manipular al otro en beneficio propio;
— sentirse intelectualmente superior al engañado, imaginándose poderoso;
— buscarse complicaciones en tanto estas lo hagan gozar;
— establecer una relación sado-masoquista cuando el otro simula creer y se convierte en cómplice;
En suma: quien miente se enfrenta a su verdadera debilidad. Como decía mi abuela: «En el pecado está la condena».
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