jueves, 2 de agosto de 2012

Alternativa al aborto



Las culturas determinan qué es bueno y qué es malo para sus integrantes. Aceptar que algunas mujeres no quieren ser madres, evitaría muchos abortos.

¿Cuántos dolores nos evitaríamos si pudiéramos vencer algunos pequeños temores que nos mantienen inmovilizados, incapaces de reaccionar?

La naturaleza parece recurrir a dosis de dolor y de placer para que los seres vivos dotados de Sistema Nervioso Central, hagamos o dejemos de hacer aquello que posibilita la conservación de la vida y de la especie.

Nuestra forma de reaccionar ante los estímulos agradables y desagradables está asociada a qué entendemos por bueno y por malo en cada cultura.

Seguramente existen motivos para que los hindúes consideren que es malo matar a una vaca; los religiosos se sentirían mal si no cumplieran sus ritos; los creyentes en la medicina occidental se controlan unos a otros, con actitud policíaca, para ver si el enfermo tomó o no tomó la medicación.

Algunas prácticas son universalmente mortíferas: comer alimentos en mal estado, no detener una hemorragia, caer desde cierta altura.

Algunas prácticas son universalmente beneficiosas: evacuar sólidos y líquidos con cierta regularidad, beber agua, proteger a los niños pequeños, dormir.

No hace mucho leí un artículo (1) que me llamó poderosamente la atención.

En él se expone que en Alemania, han instalado dispositivos especiales (imagen) para que las madres que deseen abandonar a sus hijos recién nacidos puedan hacerlo sin poner en riesgo su libertad y la salud del pequeño.

Esos receptores envían una señal a un centro especializado al mismo tiempo que encienden un sistema de calefacción para que el niño pueda esperar a que lleguen quienes se harán cargo de él.

Si nuestras culturas aceptaran que algunas madres necesitan abortar, quizá serían menos las que recurrirían a tan terrible solución si contaran con esta otra alternativa salva-vidas.



(Este es el Artículo Nº 1.620)

Estamos determinados para creer en el libre albedrío



Aunque permanentemente actuamos cumpliendo las leyes de la naturaleza, estamos determinados para creer que tenemos libre albedrío.

En las democracias representativas, los ciudadanos eligen a los gobernantes por voto secreto.

Quienes no saben a quién elegir, votan en blanco, es decir, no votan a nadie, aunque en los hechos sí están eligiendo, quizá a la opción que menos los favorece.

Como los votos en blanco no favorecen a ningún candidato, terminan beneficiando al que finalmente resulte ser el más votado. Por ejemplo, si diez ciudadanos tuvieran que elegir entre dos candidatos, la votación podría salir empatada si la mitad votan por uno y la otra mitad vota por el otro, pero si uno de los ciudadanos vota en blanco, estará tomando (sin saberlo) la gran decisión de evitar el empate, porque el escrutinio daría como resultado que uno tiene los cinco votos que había recibido frente a su contrincante que solo tiene cuatro, porque el voto en blanco queda fuera de juego.

En suma, lo que parece una actitud de no responsabilizarse, de lavarse las manos, termina siendo el acto de mayor importancia. Ese votante en blanco fue quien realmente eligió al próximo gobernante.

Sin embargo, como desde mi punto de vista determinista, no elegimos nada, no tomamos ninguna decisión, al igual que los demás integrantes de la naturaleza, somos actuados por las leyes naturales, ¿por qué digo ahora que ese votante en blanco fue quien realmente eligió al próximo gobernante?

Lo tengo que decir así porque todos pensamos (por razones culturales, especialmente lingüísticas) como si tomáramos decisiones. Decimos por ejemplo: «el perro no quiso comer», «hoy lloverá», «el viento tiró varios árboles». Como vemos, el lenguaje se expresa como si estos actores (perro, clima, viento) tomaran decisiones con aparente libre albedrío.

Estamos determinados para creer que tenemos libre albedrío.

Nota: Los artículos referidos al libre albedrío y al determinismo, se agrupan en un blog del mismo nombre.
 
(Este es el Artículo Nº 1.646)

La armonía individual y social



Un psicótico debe ser tratado de forma especial porque de lo contrario su conducta nos haría perder el funcionamiento armónico.

Todos tenemos nuestras creencias personales, pero estas no están desorganizadas. Por el contrario, son coherentes entre sí, entre todas conforman una «ideología» armónica.

Imagino que nuestras creencias son tan  afines entre sí, que si solo una de ellas cambiara, todas las demás deberían hacerlo.

Acertadamente, algunos llaman a todo esto «sistema de creencias», quizá evocando al «sistema planetario» que también funciona con tan alto grado de sincronización que, para copiarlo y aprovechar su perfección, inventaron el reloj: conjunto de piezas que siempre logran un mismo resultado final.

Este resultado final es la réplica de lo que ocurre en el «sistema solar [planetario]». A los geniales inventores del reloj se les ocurrió desarrollar un complejo mecanismo cuyo único objetivo es que las piezas siempre giren a la misma velocidad.

Nuestras creencias también forman un complejo ideológico que terminan dando un mismo resultado: que los pensamientos segregados por nuestro cerebro estén armonizados con el resto del cuerpo al que pertenece ese cerebro.

Hasta el psicótico más descompensado conserva esa perfecta armonía, aunque en su caso, esta armonía está desfasada de la armonía de los demás integrantes del colectivo al que pertenece el psicótico... por esto se lo considera enfermo, simplemente porque los demás no estamos de acuerdo con él.

Es imprescindible considerarlo enfermo e inadecuado para convivir con los demás, porque la sociedad también funciona armónicamente.

Los ciudadanos no tenemos una conducta libre sino que estamos condicionados por los demás, por sus normas, por los agentes del orden, por la propia sanción social cuando padecemos la reprobación por nuestra conducta.

Por esto el psicótico tiene que ser tratado de otra manera: él es una pieza del «reloj social» que se ha deformado.

(Este es el Artículo Nº 1.637)

La sencilla sexualidad humana



Los humanos somos capaces de convertir a la sexualidad en una actividad sobrecargada de dificultades artificiales.

En una publicación anterior (1) les decía textualmente: «La sexualidad humana es muy sencilla pero se torna difícil y hasta imposible de entender si insistimos con que los humanos tenemos libre albedrío.»

Luego de este enunciado, el artículo continúa fundamentando los porqués del libre albedrío y sus efectos secundarios indeseables, pero recién ahora intentaré dar cuenta de por qué la sexualidad humana es tan sencilla.

Es sencilla porque es igual, aunque no idéntica, a la de los demás mamíferos.

No es idéntica porque todas las especies tienen rasgos identificatorios que justifican su «aislamiento reproductivo» (2), esto es, que el único tipo de semen que fecunda a las hembras es el producido por el macho de su misma especie.

Es sencilla porque cuando las mujeres están cursando un periodo de fertilidad, aumenta su deseo sexual y claramente buscan a un hombre que las fecunde.

Ese hombre difícilmente eluda la invitación femenina porque su propio cuerpo está preparado para que el deseo sexual aumente hasta niveles incontrolables y en muy poco tiempo (minutos, horas, quizá dos días) estará descargando su semen en la vagina de la mujer en estado de fertilidad.

Y esta es toda la sexualidad humana. No hay más nada que esto.

Ahora bien, para quienes desean complicarla, dramatizarla, tragedizarla, existen infinitas formas, recursos, historias para tomar ejemplo.

Las fantasías sobre el libre albedrío nos llevan a tener ideas de propiedad entre los fornicantes. Por algún motivo, uno, otra o ambos, se creen con derechos sobre quien fecundó o fue fecundada.

Este único capricho cultural es capaz de volver algo tan pacífico en un caos, en rituales aparatosos, en vinculaciones patrimoniales, en alianzas políticas, en fiestas, viajes, compras, regalos. Toneles de saliva en conversaciones.

         
(Este es el Artículo Nº 1.634)

El gran desfile de la naturaleza



Somos parte de la naturaleza y ella determina cada acto de nuestro cuerpo aunque nos sentimos espectadores o directores.

Todos hemos estado por lo menos una vez en algún desfile de carnaval, militar, religioso, artístico, de modas.

Aunque estemos en calidad de espectadores, formamos parte activa del evento, sobre todo porque otras personas han concurrido para ver al público. Nosotros mismo, sin darnos cuenta a veces, prestamos atención a cómo otros se han vestido, adornado, los gestos que hacen cuando miran, oyen, son empujados por los curiosos que llegaron tarde o por un caballo de la policía que se acerca para replegar a quienes invaden la calzada.

Suele ser un espectáculo que logra algún grado de saturación perceptiva, puede llegar a provocarnos mareos, aturdimiento, angustia, miedo, sorpresas, sustos, extrañamiento, alegría, emociones intensas, lágrimas.

El sonido global puede hacer que nuestro cuerpo entero se convierta en un gran tímpano, especialmente en el estómago donde golpean con nitidez los sonidos graves.

Pero el show no termina ahí: cuando nos retiramos a nuestras casas, continuamos impregnados de tantas emociones y sensaciones. Seguramente los sueños de esa noche incluirán algo de la experiencia vivida.

Con este prólogo ahora quiero contarles cómo percibiríamos nuestra existencia si nos liberáramos de la creencia en el libre albedrío.

La vida es como un gran desfile, en el que, si bien parecemos espectadores, tenemos algún grado de participación.

La naturaleza es el gran espectáculo porque las leyes naturales utilizan nuestro cuerpo o se expresan utilizándolo.

Es la naturaleza la que diseñó y gobierna nuestra anatomía, que depende del aire para vivir, pero también de que cada uno se defienda en función del instinto de conservación.

Estamos regidos por leyes naturales porque somos naturaleza, igual que todo lo que nos rodea.

Creemos tomar decisiones pero somos parte del espectáculo.

(Este es el Artículo Nº 1.633)

Los dolores vitales y el libre albedrío



Creemos en el libre albedrío para asegurarnos de que padeceremos dolorosos errores necesarios para conservar el fenómeno vida (1).

La sexualidad humana es muy sencilla pero se torna difícil y hasta imposible de entender si insistimos con que los humanos tenemos libre albedrío.

Esta pretensión, creencia o dogma nos causa graves problemas y no serían tan molestos si no fuera porque la necesidad que tenemos de creer en nuestra capacidad de tomar decisiones, es tan importante para nuestro ego.

Hasta me animaría a decir que lo que más nos importa no es tanto suponer que somos libres de hacer lo que se nos antoja, sino que lo único que pretendemos es ser diferentes al resto de los animales.

Esta creencia en que «hacemos lo que se nos antoja» es fundamental a la hora de imaginarnos con poder.

¿Y por qué somos tan dependientes de tener poder?

Sin olvidarnos de que para vivir tenemos que hacer un esfuerzo físico que consume energía y que cuando estamos sin ella, nuestra vida corre peligro, quizás exista una causa escondida de por qué somos tan dependientes de tener poder.

En varias ocasiones (1) he comentado que nuestras reacciones ante el dolor y el placer parecen haber sido instaladas por la naturaleza para que el fenómeno vida no se interrumpa.

Pues bien, anhelamos tener poder precisamente para quedar expuestos al dolor que significa darnos cuenta que en realidad no lo tenemos.

En otras palabras: como la conservación de la vida depende de acciones provocadas por nuestros dolores y placeres, entonces nuestra inocultable exposición a cometer errores de consecuencias dolorosas, podemos explicarla diciendo que «la naturaleza nos hizo falibles para que nunca nos falten dolores que dinamicen el fenómeno vida».

Resumo: la popular creencia en el libre albedrío nos provoca dolorosas equivocaciones necesarias para conservar la vida.

(1) El blog titulado Vivir duele  reúne los artículo que comentan cómo «La Naturaleza nos provoca dolor y placer para que el "fenómeno vida" no pare»

(Este es el Artículo Nº 1.632)

La policía y la enfermedad



La policía supone que si podemos enfermarnos inmerecidamente, ellos también pueden maltratarnos y luego pedirnos disculpas.

Cuando alguien contrae una enfermedad también contrae una cantidad de problemas, especialmente emocionales, psicológicos y hasta espirituales.

Como nadie gobierna su vida porque estamos rigurosamente determinados por las leyes naturales y el azar, el debilitamiento propio de la enfermedad incluye el debilitamiento de la soberbia que tenemos cuando creemos en el libre albedrío.

Hasta el ateo más firme, seguramente se aferre a suponer que existe algún ser superior que podría salvarlo.

Cuando nos sentimos sanos y fuertes, nuestro cerebro segrega las ideas mágicas propias de la cultura de cada uno: un indígena piensa en dioses y maleficios, mientras que una persona civilizada piensa en la omnipotencia de la ciencia y en la veleidad de sus administradores, que pondrán o no buena voluntad en hacer todo lo posible si se les pide ayuda.

Cuando nos sentimos enfermos y débiles, nuestro cerebro segrega las ideas propias de los niños de la cultura de cada uno. Por eso todos terminamos en las ideas más primitivas, las del indígena. En la desesperación apelaremos a la ciencia pero también a la hechicería... «porque total, si no te hace bien, mal no te va a hacer».

Este errático movimiento de nuestro cerebro, según estemos sanos o enfermos, seamos modernos o primitivos, se observa también cuando son otros seres humanos los que nos inducen una situación muy similar a la enfermedad.

Aunque pensamos menos en problemas policiales que en quebrantos de salud, nadie está exento de padecerlos.

Andar por la calle, vivir con otras personas, conducir un vehículo, son las condiciones necesarias y suficientes para tener algún problema con la policía.

Notaremos entonces que ellos se toman el derecho de ser como una enfermedad, que nos afecta mereciéndola o no.

(Este es el Artículo Nº 1.631)