La creencia en el libre albedrío incluye suponer que los pobres son pobres porque quieren.
También incluye suponer que los enfermos lo están porque no supieron cuidarse lo suficiente.
Cualquier infortunio del prójimo, le permite suponer a un sacerdote del libre albedrío, que (el infortunado) «algo habrá hecho».
Comentaba días pasados que el fútbol (1) es un deporte en el que se teatraliza una ética (es decir, un estilo de conducta, una forma de actuar), según la cual un equipo destina la mayor cantidad de energía a defenderse y una pequeña, a buscar los errores del oponente y así provocar su fracaso que —según las reglas del juego—, se convierte en el éxito del primero.
Por lo tanto, dicho de otra forma, en esta apasionante teatralización, tenemos un juego de suma negativa (uno gana y otro pierde).
Con esta misma lógica del fútbol —en tanto sus reglas de juego representan una forma de actuar en la vida competitiva que nos impone el capitalismo y la naturaleza—, sucede lo mismo con los dineros que deberíamos reunir para ayudar a los menos favorecidos por las circunstancias (niños, enfermos, ancianos, mujeres con muchos hijos, desocupados).
Como digo en un artículo publicado hoy (2), quienes no hacen su aporte para el Estado (quitándole a éste recursos para ayudar a los menos favorecidos), cuentan con el apoyo de una hinchada que se constituye en cómplice, probablemente porque interpretan la situación como si fuera un partido de fútbol.
Es probable que los cómplices consideren que el Estado recaudador es «el equipo contrario» y que el ciudadano evasor es «el equipo» que merece ser alentado.
Esta situación (libre albedrío que culpa a los pobres y defensa infantil de los evasores) conjuga actitudes humanas, repudiables pero inmejorables, mientras se sigan ocultando con hipocresía y demagogia.
(1) Los descuidistas se llevan el trofeo
Lo urgente es enemigo de lo importante
El fútbol es un calmante
(2) Los cómplices de los cobardes evasores
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