Cuando usted y yo entramos al Museo del Prado (Madrid), nos cruzamos con una estatua del pintor español Diego Velázquez (1599 - 1660), como para comenzar a entender la importancia de lo que vamos a ver.
Ahora observemos por un momento su cuadro más famoso: Las Meninas (imagen).
Es enorme y los personajes que ahí figuran, están en su tamaño natural ... igual que usted y yo.
Esta obra nos da una idea interesante de algo que nos sucede todo el tiempo pero que no acostumbramos observar.
El pintor (lo vemos a nuestra izquierda), nos está mirando, nos está tomando como modelo, para hacer su cuadro.
Si lo que él pintó es lo que usted y yo estamos mirando, entonces deberíamos suponer que él está mirando un espejo para luego dibujar lo que en él se refleja.
Por lo tanto, los que miramos el cuadro que Velázquez está pintando, somos un espejo.
Vayamos a una situación más cotidiana —porque pocas veces estamos siendo retratados por un pintor famoso—.
Alguna vez habremos hechos gestos o le hemos hablado a un espejo (yo prefiero hacerlo usando el del botiquín del baño, porque no quiero que nadie me vea).
Hemos hecho esto para ensayar nuestra mejor imagen ante la posibilidad de una entrevista de trabajo, amorosa, reclamatoria.
Sabemos que cuando ocurrió la entrevista, fue el otro quien nos provocó algunos cambios en los gestos y el discurso que habíamos ensayado.
En suma: nosotros somos como los demás dicen que somos, pero ¡atención!: eso que los otros dicen que somos, no son ocurrencias antojadizas, imaginarias, falsas.
Quienes nos miran (y funcionan como nuestro espejo), están condicionados por la cultura para «ver» (interpretar, evaluar, opinar, aprobar, reprobar, amar, apoyar, combatir, defender, etc.) de una cierta manera.
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