Nuestro mensaje está diseñado —en grandes líneas, tendencias, tono— por quien habrá de recibirlo. Podría decirse que «los libros son escritos por los lectores».
Cuando emitimos un mensaje (oral o escrito), estamos tratando de provocar una cierta reacción en nuestro interlocutor (oyente o lector).
Queremos de él cosas positivas (que nos ame, nos respete, nos ayude) o cosas negativas (irritarlo, vengarnos, destruirlo).
Quienes hablan ante los receptores del mensaje (oradores), pueden ir chequeando si su objetivo se va cumpliendo, observando sus reacciones de aprobación o rechazo.
Cuando enviamos un e-mail, necesitamos suponer cómo será leído el texto, trataremos de no repetir malos entendidos del pasado, evitaremos los comentarios peor recibidos por el destinatario, realzando los temas que más le gustan.
Quienes escribimos para lectores desconocidos, tenemos que imaginarlos.
Sabemos que agradaremos a algunos y que otros, irremediablemente, no podrán leernos, nos rechazarán.
Imaginamos la franja etaria (las edades máximas y mínimas), el nivel cultural, el léxico que conocen, el estilo que prefieren (resumido, expandido, directo, sutil, indirecto, metafórico, literal, reiterativo, agresivo, tolerante), ideología, nivel socio-económico.
Una vez más, en este artículo pretendo comentar la otra cara de la (supuesta) realidad, que siempre existió pero de la que generalmente no se habla. Este es un rasgo de mi perfil como escritor.
Voy al punto:
Lo habitual es pensar que decimos lo que deseamos, que somos libres de exponer nuestras ideas y que nadie nos influye.
Esta es una sensación típica de quienes creen en el libre albedrío.
Por los ejemplos expuestos más arriba es posible afirmar que nuestro discursos (lo que decimos) está delicadamente (con disimulo y sutileza) diseñado (determinado) por el receptor.
Los receptores de un mensaje, sólo quieren ser ratificados y no soportan ser contrariados. Desean «más de lo mismo», desean perfeccionar lo que ya tienen (información, creencias, prejuicios).
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