Al tomar conciencia de qué hará la naturaleza con nosotros, creemos equivocadamente que en realidad tomamos una decisión libre y responsable.
Cuando reflexionamos solemos desembocar en una de las grandes interrogantes del ser humano: ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?
Esta pregunta puede parecer trivial porque es muy popular. A su fuente inspiradora tenemos acceso casi todos y nadie deja de entenderla.
Quienes creemos en el determinismo, estamos casi seguros de que somos agentes pasivos de la naturaleza, es decir, que tenemos el mismo grado de decisión que tiene cualquier animal, o el polen cuando vuela para fecundar cualquier flor de su especie, o la misma decisión que tienen los espermatozoides cuando entran al cuerpo femenino nadando frenéticamente, para llegar al óvulo maduro y gestar un nuevo ejemplar de la especie.
En esos mililitros de semen que salen del varón, viajan millones de espermatozoides que morirán irremediablemente.
Si caemos en la equivocación de suponer que la naturaleza «piensa», «evalúa», «juzga» y «decide» como lo hacemos los humanos a lo largo de la vida (1), será difícil entenderla.
La naturaleza no es un ser humano más grande; es en contexto, un existente (algo que existe), y que observada por una parte de ella (los humanos), tiene una lógica, las cosas ocurren siguiendo ciertas «reglas naturales».
La pregunta sobre si es primero el huevo o la gallina intenta sugerir que los humanos somos actuados por la naturaleza pero creemos que somos nosotros quienes tomamos decisiones.
Con esa pregunta «avícola», al menos demostramos cautela, prudencia y nos podemos interrogar más específicamente: ¿Qué es primero, la imposición de la naturaleza sobre nuestra conducta o la toma de conciencia sobre qué haremos?
Parece claro que primero sentimos que nuestro cuerpo se bañará, comerá, bailará y casi enseguida «tomamos la decisión» de bañarnos, comer, bailar.
(1) La naturaleza es una monarquía absolutista
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