Esta es una explicación que procura ejemplificar cómo funcionamos según las leyes naturales más conocidas que inevitablemente nos conducen a pensar que no actuamos voluntariamente sino que «somos actuados» estimulados por múltiples factores también naturales.
Imaginemos que el clima es un ser humano.
Sin que «él» se dé cuenta, el calor del sol aumenta la evaporación de los ríos, lagos y mares.
Esa masa de vapor se acumula en el cielo (siempre sin que «él» tome conciencia, lo verifique, tenga sensaciones que se lo indiquen), hasta que un buen día una corriente de aire frío lo toma por sorpresa, le provoca una alteración por la que «decide» condensar (transformar vapor en líquido) esa cantidad de vapor que había acumulado en las nubes por la evaporación de ríos, lagos y mares, y «toma de decisión» de llover.
El imaginario fenómeno meteorológico, funcionando como un ser humano, es objeto de una cantidad de acontecimientos que «él» desconoce, los cuales incluyen un desenlace, una consecuencia, una reacción (la condensación por la masa de aire frío y la consiguiente lluvia), pero como «él» cree que sus decisiones le pertenecen (cree en el libre albedrío), supone ingenuamente que esa masa de aire frío que condensa el vapor de agua contenido en la nubes, ocurre o no ocurre según «él» lo determine, pero quienes sabemos de meteorología sabemos que inevitablemente el aire frío condensa el vapor de agua (provocando la lluvia).
Si los humanos aceptamos que todo lo que hacemos (acciones y pensamientos) son el resultado inevitable de acontecimientos naturales que están fuera de nuestro control, seguramente nuestro cerebro, diseñado según el determinismo), quedará predispuesto para promover los cambios que le parezcan más favorables (plan A) al mismo tiempo que se aprontará (por si fracasa en mejorar el contexto incómodo), estimulando reacciones adaptativas (plan B).
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