sábado, 2 de marzo de 2013

El sistema educativo y los salarios



 
Las instituciones educativas tienen, entre otros objetivos, indicar a cada ciudadano cuál es su valor (calificación) para el mercado laboral.

Los chistes aportan tanta sabiduría como los refranes o proverbios, con el beneficio de que además nos hacen reír.

Los humanos no sabemos valorarlos con justicia porque suponemos que el humor solo trata de tonterías, trivialidades, carentes de importancia. Para reafirmar estas suposiciones, decimos que algo es «serio» para significar que es respetable, digno, confiable.

Un chiste cortísimo dice que el gran negocio sería comprar un ser humano por lo que vale para luego venderlo por lo que él cree que vale.

La sabiduría de esta ocurrencia está en señalar graciosamente nuestra discapacidad para valorarnos con justicia.

A veces pensamos que los estudiantes abandonan prematuramente los estudios porque su inteligencia llegó al máximo en el punto donde ya no pudo continuar, pero esta apreciación tiene tantas excepciones como acepciones.

Algunos estudiantes abandonan sus estudios porque están hartos de que otros, (docentes, compañero de estudio, padres), les informen sobre su verdadero valor, en tanto este es notoriamente inferior al que creen tener.

El mercado laboral podría representarse como una larga fila de aspirantes ordenados de tal forma que el primero es aquel que mejor califica para llenar las vacantes disponibles y el último el que peor califica para ocuparlas.

El sistema educativo tiene, entre algunos de sus objetivos, determinar cuál es el lugar que cada uno ocupa en esa larga fila de candidatos.

Sin embargo, si bien este es uno de sus objetivos, no siempre lo cumple porque los docentes pierden de vista que están asignando un lugar en esa fila imaginaria y califican según criterios alejados del mercado laboral, al que desconocen porque nunca entendieron que la formación de los ciudadanos también debe contemplar la aptitud para ganar dinero trabajando.

(Este es el Artículo Nº 1.800)

viernes, 1 de marzo de 2013

El libre albedrío de los enamorados




El enamoramiento da miedo por lo incontrolable. Quienes se enamoran se enteran que el libro albedrío quizá no existe.

Según mi creencia, el libre albedrío (1) no existe sino que es una ilusión compartida por la mayoría de la población mundial, lo cual la convierte poco menos que en una verdad incuestionable.

Algo similar ocurrió cuando todos decían que nuestro planeta está en el centro del universo, porque notoriamente, quienes confían en lo que ven no tienen más remedio que concluir que «todo gira a nuestro alrededor».

Quienes confían en la certeza de las percepciones son capaces de afirmar algo como «si no lo veo no lo creo», aunque luego tengan que reconocer que la Tierra no es el centro de nada, ... pero igualmente siguen diciendo, como al descuido, que el sol «sale» por el este, en vez de decir que «al sol comenzamos a verlo por el este».

Podríamos decir que el miedo es lo que nos pone en duda esa popular creencia en el libre albedrío. Creer que «hacemos lo que se nos antoja» solo funciona cuando no estamos acobardados por el terror de algo incontrolable, como es una enfermedad, un accidente, un terremoto.

Como la vida suele presentársenos de forma bastante monótona, no sentimos miedo, casi todo es previsible, ni pensamos en que algo inesperado pueda ocurrirnos.

En este contexto apacible es fácil suponer que tomamos decisiones autónomas, que controlamos nuestras vidas, que «querer es poder», pero cuando somos arrasados por las circunstancias, con nuestro libre albedrío «se nos antoja rezarle a un personaje imaginario», pidiéndole desesperadamente que nos saque airosos del escenario atemorizante.

Hasta el maravilloso enamoramiento puede provocarnos ese miedo que pone en duda si realmente contaremos con el omnipotente libre albedrío.

Quienes se enamoran saben que están determinados para obedecer a un sentimiento incontrolable.


(Este es el Artículo Nº 1.823)

La irresponsabilidad y el libre albedrío



 
Describir, conocer y documentar por escrito los términos de nuestra convivencia solo es útil para algunos de quienes creen en el libre albedrío.

Los humanos podemos pertenecer a una de estas dos categorías:

a) Aquellos que prefieren hablar, aclarar, contratar, explicitar, describir, los términos de un vínculo afectivo, de una relación comercial o laboral, de las normas de convivencia establecidas en nuestro colectivo; y

b) Aquellos que prefieren hacer todo lo contrario no gustan hablar de esos asuntos, prefieren pensar mínimamente sobre cómo están vinculados, qué puede entenderse por la relación comercial o laboral, desean ignorar las leyes y normas de convivencia de su sociedad.

De alguna manera también ambos grupos se caracterizan por su relación con el conocimiento: Los primeros prefieren saber y los segundos prefieren ignorar.

De estas características se desprende que los primeros prefieren «las cosas claras» y previsibles, mientras que los segundos viven mejor en la confusión, la anarquía y la improvisación.

Desde un punto de vista muy general, ninguna de las dos opciones es mejor que la otra en tanto podamos admitir que los humanos no decidimos nada sino que la naturaleza se encarga de inducirnos conductas, que parecerían ser adoptadas en uso de un supuesto libre albedrío, pero que en realidad están determinadas por una cantidad no identificada de factores ajenos a nuestro control (genéticos, biológicos, culturales, accidentales y muchos más).

Para quienes creen que los seres humanos somos responsables de nuestras acciones, es muy importante tener todos los términos de la convivencia bien claros, explicitados y si fuera posible, documentados por escrito.

Algunas personas hacen algo diferente: dicen creer en el libre albedrío pero prefieren la ausencia de contratos e ignorar las normas de convivencia pues quieren que todos sean muy estudiosos y disciplinados pero reservándose el derecho de ser anárquicos e irresponsables.

(Este es el Artículo Nº 1.799)