Las luchas por igualar a hombres y mujeres serían
menos estresantes si tuviéramos culturalmente permitido cambiar de roles
libremente.
Para darnos cuenta si estamos
actuando según los dictados de la Naturaleza o de la cultura, tenemos que
detenernos, observarnos, analizar, estudiar, meditar.
Sin embargo, discernir cuál es
el origen de nuestros actos no es algo que nos intereses frecuentemente. Más
bien actuamos lo mejor que podemos, sobre todo para sentirnos cómodos, para no
traernos problemas y suponiendo que la situación actual será reemplazada por
otra similar.
Por ejemplo, cuando estamos
trabajando desempeñamos nuestro rol habitual (vendedor, administrativo,
vigilante, cobrador) hasta que el reloj indica que podemos irnos para nuestra
casa. En el vehículo de transporte haremos lo necesario para que el traslado
carezca de tropiezos. Llegamos a nuestro hogar y ya no actuaremos ni como
empleados ni como pasajeros, sino como padre, madre, hijo, abuelo.
En cada rol, ¿estamos cómodos,
querríamos cambiarlo, nos aterroriza modificarlo? No sabemos qué puede
inducirnos a cambiar o a conservarlo. Según algunos pensadores, cualquier rol
está determinado por la sociedad porque los factores anatómicos, (hombre o
mujer), no son suficientes, es la cultura la que nos obliga a comportarnos de
cierta manera y tendemos a pensar que está bien que así sea siempre.
Algunos militares a veces
desearían jugar un rol de menor
responsabilidad y otras veces desearían jugar
un rol de mayor autoridad. Un médico puede desear ser enfermero y viceversa. El
gerente, abrumado por los problemas, puede envidiar al mensajero y este quizá
sueñe con las ventajas de ser gerente.
Las luchas por igualar a
hombres y a mujeres serían menos tensas y crispadas si estuviera permitido jugar libremente en uno u otro rol, sin
la condena severa que nos impone la cultura, pues es real: no siempre queremos
ejercer nuestro sexo asignado.
(Este es el Artículo Nº 1.858)
●●●
No hay comentarios:
Publicar un comentario