El creyente en el libre albedrío, cuando algo le sale mal,
se convierte en un injusto irresponsable diciendo: «Yo no fui».
Ser humilde es cuestión de
suerte y, a su vez, para creer en la suerte hay que tener suerte.
No cualquiera tiene la suerte
de creer en la suerte pues una mayoría cree que «Querer es poder» y, por lo tanto,
hace esfuerzos sobrehumanos para tener tanto poder como él quiere.
Desafortunadamente no siempre tiene tanto poder como quiere y, ante esta
desventura, no tiene la suerte de pensar que «Querer es poder» es una frase
equivocada: tiene la mala suerte de pensar que la frase está bien pero que en
algo se equivocó.
Para poder creer en que no tenemos libre
albedrío hay que tener suerte.
Quienes creemos en el determinismo
suponemos que cada acontecimiento está provocado inexorablemente por una
conjunto de factores, ajenos a nuestro control, que casualmente se juntaron
para provocar mis decisiones, mis actos, mis pensamientos.
Quienes creen en el libre
albedrío difícilmente puedan ser humildes porque siempre están expuestos a
pensar que hacen y deshacen, que todo lo controlan, que todo lo pueden.
Claro que los seres humanos no somos tan poderosos como para
soportar tanta responsabilidad. Por el contrario, si en algo nos diferenciamos
del resto de los animales es en que somos bastante más vulnerables que los
demás.
Quienes tengan la mala suerte de creer en el libre albedrío no tienen más remedio que
enfrentarse a un protagonismo que por un lado es deliciosamente embriagador y
por el otro es insoportablemente agobiante.
Ante esta pesadumbre, y porque tampoco tiene otra
alternativa, el creyente en el libre
albedrío, cuando ve que también debería hacerse cargo de lo que le sale
mal, entonces se convierte en un injusto irresponsable. Rápidamente dice: «Yo
no fui».
(Este es el Artículo Nº 1.957)
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