El atractivo del matrimonio está en que cada cónyuge cree poseer el genital del sexo opuesto. La infidelidad enfurece porque es vivida como una violación pues «el otro genital» fue usado sin su consentimiento.
A veces hacemos alarde con la nitidez de la opción sexual adoptada («aborrezco a los homosexuales» o «soy muy coqueta»), precisamente para compensar la debilidad que poseen esas condiciones.
Nadie es 100% varón o mujer sino que poseemos rasgos cruzados. Así existen mujeres especialmente dominantes y varones maternales.
Para entender el resto de la idea, necesito que toleres por unos minutos la idea anterior: que no somos 100% del sexo que indica nuestra anatomía y que simultáneamente desearíamos el máximo grado de pureza, sin rastros del otro sexo.
Nuestro inconsciente, que es la parte más irracional y determinante de nuestras acciones (pensar, obtener, combatir), resuelve el conflicto (entre lo que realmente somos y lo que deseamos ser) de una manera imposible de entender con la racionalidad de la conciencia.
Efectivamente utilizamos las uniones matrimoniales, la vida en pareja monogámica, para poder imaginar que poseemos ambos sexos.
Efectivamente, debilito mi conflicto entre que no estoy plenamente seguro de ser un varón en estado puro y mis deseos de resolver esta incertidumbre, uniéndome en forma monogámica a otra persona que no tiene mi mismo sexo para imaginar que si digo «mi mujer» (para referirme a mi esposa), mi alocado inconsciente puede sentir que tengo vagina, senos, útero, femineidad.
Ellas hacen lo mismo cuando se refiere a «mi marido» (piensan que poseen órganos masculinos).
Uno de los delitos castigados con penas más severas (hasta por los mismos reclusos), es la violación.
En suma: Por todo esto es que la infidelidad desencadena tanta furia, pues el cónyuge traicionado siente que su (otro) genital fue usado sin su consentimiento (violación).
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