La valentía o la cobardía son respuestas incontrolables de nuestro cuerpo enfrentado al peligro.
A partir de la primavera nórdica de 1942, el gobierno alemán comenzó un plan de exterminio del pueblo judío que tenía como objetivo final, terminar con ese pueblo. Históricamente se lo conoce como el Holocausto del pueblo judío.
Este hecho le costó la vida a más de seis millones de personas.
La tragedia es tan conmovedora que ha dado lugar a muchas reflexiones sobre qué fue lo que ocurrió, entre otros motivos para que no vuelva a ocurrir.
No faltaron voces de reproche hacia la cobardía de las víctimas, que se dejaron encerrar, torturar y matar como si fueran corderos.
Esta interpretación de los hechos es poco difundida porque ocupa los mayores espacios la condena al régimen nazi y las condolencias hacia los mártires.
Sin embargo, parece cierto que, con excepción de una resistencia manifestada en la ciudad de Varsovia, el resto de los judíos tuvieron una actitud sumisa que facilitó grandemente la tarea de los atacantes y la justificación ideológica del gobierno alemán.
Desde mi punto de vista, nadie es valiente o cobarde voluntariamente. Nuestro cuerpo, nuestra respuesta anátomo-fisiológica a un ataque, peligro o amedrentamiento, no dependen de lo que el sujeto quiera hacer sino que la reacción corporal se le impone, ya sea huyendo, atacando o sometiéndose.
Lo que sí ocurre es que cuando todo ha vuelto a la normalidad, otras personas con acceso a los medios de comunicación, describen la situación incluyendo evaluaciones según su criterio y desde una cómoda butaca sin nadie que lo amenace.
En suma: los adjetivos de valiente o cobarde sólo tienen sentido para quienes creen que los individuos hacen lo que quieren en cada situación. Nadie sabe a priori cómo reaccionará (su cuerpo) ante un peligro real.
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