El acto heterosexual está pleno de
desentendimientos, a pesar de la aparente complementariedad. El posible
embarazo determina una diferencia radical.
La siguiente puede ser una
descripción correcta de cómo los varones y las mujeres nos unimos, nos
fecundamos y, al reproducirnos, cumplimos la única misión (1) que tenemos:
conservar la especie.
Siempre vivimos en sociedad
porque somos animales gregarios. Casi toda la población mundial vive en
comunidades integradas por hombres y mujeres.
Cuando una entra en celo, como
cualquier otro mamífero, tratará de ser fecundada por algún varón al que ya
conoce, con el que ha tenido algún vínculo afectivo, porque gusta de él y, casi
inevitablemente, él siempre se aproxima a la mujer que lo convoca amorosamente,
mirándolo, hablándole, demostrándole que lo admira, lo desea, es feliz en su
compañía, desearía verlo a menudo.
Estas son las señales
inequívocas de que la mujer ha elegido al padre de sus hijos.
Cuando ella se siente en
condiciones de ser fecundada hará ciertas maniobras instintivas para que él
tenga una inflamación en el pene y desee desinflamarlo mediante caricias que
ella practicará con sus manos, con la boca o con la vagina. Solo estas últimas
lograrán la desinflamación propiciando el embarazo.
Todos estos movimientos y
acciones son meramente anátomo-fisiológicos. Sin embargo, el cerebro de los
participantes segregará abundantes fantasías y pensamientos, antes, durante y
después del coito.
La intensidad y densidad de
estas fantasías hacen que el fenómeno orgánico, (único realmente necesario para
la conservación de la especie), pase a un segundo plano.
Dado que una y otro poseen
funciones muy diferentes (una gesta y el otro solo fecunda), dichas fantasías
son radicalmente diferentes. La expectativa de quedar embarazada le impone un
elevado compromiso. Por esto ellas le asignan al coito una dimensión fantástica
mucho mayor al que el varón podría imaginar.
(Este es el Artículo Nº 2.082)
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