martes, 3 de diciembre de 2013

El coito heterosexual tal cual es


El acto heterosexual está pleno de desentendimientos, a pesar de la aparente complementariedad. El posible embarazo determina una diferencia radical.

La siguiente puede ser una descripción correcta de cómo los varones y las mujeres nos unimos, nos fecundamos y, al reproducirnos, cumplimos la única misión (1) que tenemos: conservar la especie.

Siempre vivimos en sociedad porque somos animales gregarios. Casi toda la población mundial vive en comunidades integradas por hombres y mujeres.

Cuando una entra en celo, como cualquier otro mamífero, tratará de ser fecundada por algún varón al que ya conoce, con el que ha tenido algún vínculo afectivo, porque gusta de él y, casi inevitablemente, él siempre se aproxima a la mujer que lo convoca amorosamente, mirándolo, hablándole, demostrándole que lo admira, lo desea, es feliz en su compañía, desearía verlo a menudo.

Estas son las señales inequívocas de que la mujer ha elegido al padre de sus hijos.

Cuando ella se siente en condiciones de ser fecundada hará ciertas maniobras instintivas para que él tenga una inflamación en el pene y desee desinflamarlo mediante caricias que ella practicará con sus manos, con la boca o con la vagina. Solo estas últimas lograrán la desinflamación propiciando el embarazo.

Todos estos movimientos y acciones son meramente anátomo-fisiológicos. Sin embargo, el cerebro de los participantes segregará abundantes fantasías y pensamientos, antes, durante y después del coito.

La intensidad y densidad de estas fantasías hacen que el fenómeno orgánico, (único realmente necesario para la conservación de la especie), pase a un segundo plano.

Dado que una y otro poseen funciones muy diferentes (una gesta y el otro solo fecunda), dichas fantasías son radicalmente diferentes. La expectativa de quedar embarazada le impone un elevado compromiso. Por esto ellas le asignan al coito una dimensión fantástica mucho mayor al que el varón podría imaginar.


(Este es el Artículo Nº 2.082)


‘Ser humano’ también es un título

  
Aunque estudiamos para desarrollar una vocación, estudiamos fundamentalmente para que la sociedad que integramos nos reconozca como SERES (humanos).

Si bien todos tenemos dudas sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina, padezco una duda similar cuando me pregunto si los humanos actuamos como se nos ocurre —y luego describimos con palabras de nuestro idioma eso que hicimos—, o por el contrario, es el lenguaje el que nos obliga a realizar ciertas acciones.

Me explicaré de otra forma:

Cuando estudiamos hasta terminar una carrera de abogacía, alfarería o diseño, podemos decir ante los demás, sin que nadie tenga derecho a contrariarnos: «Yo SOY abogado», «Yo SOY alfarero» o «Yo SOY  diseñador».

Mi duda está en si alguien estudió lo que estudió porque le gustaba, porque se le ocurrió, porque no tuvo nada mejor para hacer o, por el contrario, estudió lo que estudió porque necesitaba poder decir, sin que nadie tuviera derecho a contrariarlo, «Yo SOY (abogado, alfarero o diseñador)».

Aunque parece obvio que todos estudiamos porque se nos ocurre, (para lo cual decimos que estudiamos según nuestro libre albedrío), es admisible la suposición de que estudiamos, en primer lugar, porque necesitamos SER ante los demás, necesitamos ser reconocidos, porque a pesar de que nos sentimos con vida anatómica, algo nos lleva a buscar el reconocimiento de nuestro semejantes dentro del colectivo que integramos.

Como no creo que seamos tan libres como para hacer lo que se nos ocurre, tiendo a pensar que somos seres gregarios, que dependemos en gran medida de sentirnos integrantes de algún colectivo (familia, equipo deportivo, nación).

Si esto fuera cierto (que somos profundamente sociales y escasamente autosuficientes), entonces, cuando buscamos una identidad que los demás nos reconozcan, lo que hacemos es un esfuerzo para SER (abogados, alfareros, diseñadores). Necesitamos titularnos como SERES (humanos).

(Este es el Artículo Nº 2.087)


...y si todos fuéramos un poco masoquistas?


Aseguramos que solo unos pocos enfermos gozan sufriendo. ¿Cómo cambiaría toda nuestra filosofía de vida si admitiéramos lo contrario?

Cuando algo se extravía tendemos a buscarlo donde debería estar, con lo cual prolongamos innecesariamente el tiempo de extravío. Podríamos encontrarlo antes si pudiéramos buscarlo donde no debería estar.

Este mínimo ejemplo es útil, sin embargo, como prueba de que el libre albedrío no existe en tanto no buscamos donde queremos sino donde nuestros condicionamientos mentales nos obligan a buscar.

Hace años que busco (donde no deberían estar) asuntos extraviados, precisamente para ver si encuentro lo que mis hermanos humanos no encuentran, por ejemplo, causas reales de la pobreza económica, esa pobreza que desde hace milenios afecta a nuestra especie y que los expertos más encumbrados no logran resolver.

Algo que no debería ser es que los humanos disfrutemos sufriendo. Estamos convencidos de que buscamos el placer y que huimos del dolor.

Tan convencidos estamos de que los humanos huimos siempre del dolor que cuando encontramos a alguien que se estimula sexualmente sufriendo decimos que es masoquista, es decir, alguien diferente al resto, un anormal, un enfermo.

¿Y qué ocurriría si todos nuestros pensamientos los organizáramos partiendo del supuesto que no es tan cierto que los humanos rehuimos sistemáticamente del dolor?

Obsérvese que cualquier idea que haya alcanzado la categoría de «verdad», se convierte en algo tan sólido e inamovible como una montaña. Cualquier cosa que pensemos tendrá que tenerla en cuenta tal cual es, sin modificaciones. A la postre, una verdad es algo tan rígido e inmóvil que se convierte en el centro alrededor del cual todos los demás conceptos deben girar. ¿Y si esa montaña no fuera tan rígida e inmóvil?

Al ver cómo se sacrifican libremente las personas en un gimnasio tengo que dudar que evitemos el dolor.

(Este es el Artículo Nº 2.070)